El discípulo de Cristo es un creyente que refleja un constante crecimiento espiritual a la medida de la estatura de Cristo. En consecuencia, tiene vida de oración y es efectivo en el evangelismo y en el discipulado, porque actúa bajo la dirección, control y poder del Espíritu Santo. Existen algunos enunciados que en lo particular me han ayudado a entender más a fondo el concepto de ser un auténtico discípulo de Cristo Jesús. En el presente artículo mencionaré los primeros diez, tomando conciencia de que las consideraciones tratadas pueden ser ampliadas y estudiadas por los lectores.
El creyente suele esperar panes y peces; el discípulo es un pescador. Hay creyentes cuya tarea principal es consumir lo que el reino ofrece. Van a la iglesia, se hacen miembros, pero pocas veces, si no es que nunca, ponen al servicio del Señor todo lo que son y lo que hacen. Son espectadores, a estos debemos pasar al escenario, y convertirlos en auténticos pescadores de hombres y mujeres.
El creyente lucha por crecer; el discípulo por reproducirse. El creyente común no piensa en los demás sino en sí mismo. Dice: «¿qué puedo obtener de esta situación?», o, «¿en qué me va a beneficiar este asunto?». Está centrado en sí mismo y poco piensa en los demás. El verdadero discípulo se reproduce, siguiendo una filosofía de flujo, que consiste en compartir con los demás todo lo que recibe.
El creyente se gana; el discípulo se hace. Las personas que responden positivamente a una invitación en un esfuerzo evangelístico no pueden ser contadas como discípulos de Cristo, sino como personas interesadas en conocer más de Dios. Dice Billy Graham que «cuesta diez por ciento de esfuerzo ganar a una persona para Cristo, pero cuesta noventa por ciento hacer que permanezca en la fe».
El creyente depende en gran parte de los pechos de la madre (el pastor); el discípulo ha sido destetado para servir (1S 1.23–24). Muchos creyentes inmaduros esperan que el pastor se haga responsable de su crecimiento espiritual. Cuando no están dando evidencias claras de su fe en Cristo Jesús, inmediatamente responsabilizan a otro de su mal desempeño como cristianos. Al contrario, el discípulo comprometido, busca su propio alimento, y está listo para servir a los demás.
El creyente gusta del halago, el discípulo del sacrificio vivo. Si dentro del pueblo cristiano no estuviéramos tan preocupados por los reconocimientos, ya habríamos alcanzado a nuestros países para Cristo. La demanda del apóstol Pablo fue por demás contundente: «que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo».
El creyente entrega parte de sus ganancias; el discípulo entrega su vida. Considero que uno de los problemas más serios que se dan en la iglesia de Cristo es el dualismo que se establece. Por un lado, está Dios como ser espiritual; y nosotros, muy distantes como sus criaturas. Esta dualidad se ve cuando muchos cristianos hablan del día del Señor, pasando por alto que todos los días son del Señor; dicen que el diezmo es de Dios, cuando en realidad el 100% es de Dios; que el templo es la casa de Dios, sin embargo, olvidan que cada creyente es templo del Espíritu Santo de Dios. Sí, Dios no desea poco de nosotros, lo desea todo.
El creyente puede caer en la rutina; el discípulo es revolucionario. Uno de los grandes peligros del creyente en Cristo Jesús, es el quedarse atascado en los triunfos del ayer. La vida se caracteriza por el cambio, y en especial la vida en Cristo. Lamentablemente hay creyentes, así como iglesias completas, que caen en lo que yo llamo demencia cristiana, que no es otra cosa que el simple hecho de hacer las mismas cosas, esperando resultados diferentes. Un discípulo auténtico y comprometido, busca el cambio, el avance, conquista áreas que antes no había vencido, y no vive solamente de los triunfos del pasado.
El creyente busca que lo animen; el discípulo procura animar. Uno de los conceptos que más atraen mi atención en la vida de todo discípulo, es el entusiasmo, que no es otra cosa que «Dios dentro». Lamentablemente las iglesias están llenas de individuos que buscan experiencias que los animen, que los llenen, etcétera; pero cuando la iglesia no cumple las expectativas que ellos tienen, entonces, buscan una iglesia que sí «los llene»; y cuando esa nueva iglesia ya no llena sus anhelos, buscan una nueva, y así es el resto de la historia. Sin embargo, Dios ha formado un tipo de persona excepcional, el discípulo; por sí mismo anima, alienta, llena, ya que la vida abundante que recibe de Cristo Jesús cada día es su fuente esencial de gozo y paz, y no depende de las circunstancias para ello.
El creyente espera que le asignen tareas; el discípulo es solícito en asumir responsabilidades. A lo largo de mi ministerio me he encontrado con personas que dicen: «Pastor, cuando necesite de algo, solamente llámeme», y luego se retiran sin la menor intención de participar, pero descansados de que por lo menos «se pusieron a la disposición de Dios». Lo cierto es que el discípulo hace tres cosas en este aspecto: Primero, identifica necesidades; segundo, usa los dones que Dios le ha dado para llenar esas necesidades; y en tercer lugar, continúa su capacitación para darle a Dios el servicio que él merece. El discípulo sabe que no necesita de «cargos» eclesiásticos para servir a Dios, sino que busca servirlo con amor y excelencia.
El creyente murmura y reclama; el discípulo obedece y se niega a sí mismo. Estoy convencido de que uno de los pecados que más daño han causado a la iglesia de todos los tiempos es la murmuración y el chisme. Los púlpitos a menudo son el lugar donde los pastores comunicamos nuestra profunda frustración cuando en la iglesia hay murmuraciones y chismes, y creo que pocas veces se llega a comprender la seriedad de semejante práctica pecaminosa. En días pasados la iglesia que pastoreo y su servidor, prometimos delante de Dios, no hablar de nadie que no estuviera presente para defenderse, y cuando tuviéramos alguna queja contra alguien, seguir el patrón bíblico en cuanto a la confrontación y reconciliación. No me cabe la menor duda de que el creyente que se convierte en discípulo «se desviste» de la práctica pecaminosa de la murmuración.
Es el anhelo de mi corazón que los pastores y líderes de iglesias nos demos a la tarea de hacer discípulos, que por cierto fue el corazón de la gran comisión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.