Esta analogía señala ciertas ideas prácticas en cuanto al ministerio de cada miembro de la Iglesia en el mundo. En esta perspectiva se entiende que los cristianos son diferentes al resto del mundo en su lealtad y compromiso con Jesucristo. Sin embargo, la imagen de «sal» nos hace recordar que un objetivo importante de los creyentes debe ser esparcirse o dispersarse a través del mundo. Por lo tanto, no podrán ser sal de la tierra a menos que sean el pueblo misionero de Dios.
Estableciendo metas es como se difunde la singular «salinidad» de los santos a través de la vida de las congregaciones misioneras. Específicamente, si su objetivo es ser sal de la tierra, las congregaciones moldearán sus vidas comunales para poder dar purificación y preservación al mundo amado por Dios; el Señor Jesús prometió que sus discípulos serían sus testigos en Jerusalén, Judea, Samaria y hasta lo último de la tierra (Hechos 1:8). Cada aspecto de la vida congregacional debe ser evaluado sobre esta base. ¿Acaso se mantiene a la membresía dentro del «salero», como un compañerismo introvertido, egocéntrico, sin crecimiento, que niega la razón por la cual existe la congregación? ¿O acaso se equipa a los miembros para dispersarse de su contexto?
Si la comunión de los discípulos de Cristo viene a ser igual a la del mundo, la calidad especial del Pueblo de Dios como sal de la tierra pierde su salinidad y no sirve para nada sino para ser pisoteada. Entonces, la misma existencia de esta comunión especial de santos depende de su vida dirigida hacia el mundo perdido.
El Pueblo Misionero de Dios, Carlos Van Engen, Libros Desafío.