No sólo la percepción humana es muy imprecisa y deficiente, sino que aun podemos confiar menos en nuestras emociones. Tienen la consistencia y la confiabilidad de la masilla. No podemos confiar en nuestros sentimientos y pasiones para dejarles gobernar nuestras vidas o evaluar el mundo que nos rodea.
Las emociones son indignas de confianza, parciales y caprichosas. Mienten con tanta frecuencia como con la que dicen la verdad. Son influenciadas por las hormonas, especialmente durante la adolescencia, y varían dramáticamente desde la mañana, cuando estamos tranquilos, hasta la noche, cuando nos sentimos cansados.
Una de las evidencias de la madurez emocional es la habilidad (y la disposición) para desechar los sentimientos circunstanciales, y gobernar nuestro comportamiento con el intelecto y la voluntad. Si en el mejor de los casos debemos desconfiar de nuestra percepción y de las emociones, entonces tenemos que ser muy cautelosos en cuanto a aceptar lo que ellas nos dicen de Dios.
Lamentablemente, muchos creyentes parecen no darse cuenta de la existencia de esta fuente de confusión y desilusión. Es típico de las personas vulnerables el aceptar firmemente lo que "sienten" acerca de Dios. Pero lo que sienten pudiera ser solamente el reflejo de un estado de ánimo momentáneo. Además, la mente, el cuerpo y el espíritu son vecinos muy cercanos. Suelen afectarse mutuamente con mucha facilidad.
Por ejemplo, si una persona está deprimida, eso no solamente afecta su bienestar físico y emocional, sino que también padece su vida espiritual. La persona puede llegar a hacer la siguiente conclusión: "Dios no me ama. Simplemente, no creo que cuento con su aprobación". Igualmente, lo primero que es muy probable que alguien diga cuando el médico le diagnostica una enfermedad grave, es: "¿Por qué Dios me ha hecho esto?"
Estos tres elementos que componen nuestro ser están inseparablemente unidos y debilitan la objetividad de nuestra percepción. Este concepto se vuelve sumamente importante cuando se trata de evaluar nuestra relación con Dios. Aunque parezca qué está a mil kilómetros de nosotros y que no tiene ningún interés en lo que nos ocurre, él está lo suficientemente cerca como para tocarnos.
"Cuando lo que Dios hace no tiene sentido", James Dobson.