En su excelente libro Ponga orden en su mundo interior, Gordon MacDonald distingue a la persona «impulsada» de la «llamada». Los impulsados viven atormentados por lo que se «debería» hacer y su sentido de valor gira entorno de sus logros, especialmente de lo que otros opinan acerca de esos resultados. Un ejemplo claro de esta clase de persona es el rey Saúl. Tan importante era para él la opinión de los demás que estuvo dispuesto a desobedecer a Dios (1Sa 15.24).
Qué diferente Juan el Bautista, que es el perfecto ejemplo de un hombre llamado. Estuvo dispuesto a canjear la fama por el anonimato y cuando quisieron presionarlo para que defendiera su prestigio replicó: «es necesario que Cristo crezca, pero yo debo decrecer» (Jn 3.30).
¿Cuál fue la diferencia entre estos dos hombres? Juan el Bautista tenía una vida interior bien ordenada. Había pasado años en el desierto de Judá orando, ayunando y preparando su espíritu para el ministerio que le había sido encomendado. Había recibido sus instrucciones de Dios, y por eso pudo enunciar con tanta convicción cuál era su misión. Precisamente por esa fortaleza interior Juan no se desmoronó cuando sus seguidores comenzaron a abandonarlo para seguir a Jesús.
La vida de Saúl, por su parte, giraba en torno de lo externo y por eso eventualmente se derrumbó. Como en tantos otros casos, cuanto más alto el lugar que ocupa el líder, más estrepitosa será su caída, si no está sustentado por una vida íntima significativa. Las actividades que nutren nuestro ser interior deberían ser tan importantes para nosotros como lo es comer y dormir.