El hombre nunca peca simplemente debido a su debilidad, sino
siempre también por el hecho de que se deja llevar por su debilidad. Hasta en
el más torpe de los pecadores hay todavía un “destello de decisión”: más aun,
de desafiante rebeldía contra Dios. De modo que el ser humano no puede
desprenderse de la responsabilidad que es resultado de su propia maldad.
Si los seres humanos han pecado (lo cual es cierto), y si
son responsables de sus pecados (lo cual también es cierto), entonces son
culpables ante Dios. La culpa es la deducción lógica que se obtiene de las
premisas que son el pecado y la responsabilidad. Hemos obrado mal, por nuestra
propia culpa, y por consiguiente tenemos que cargar con la pena justamente
impuesta por nuestro mal obrar.
Negamos categóricamente que sea función de la iglesia “producir”
la enfermedad en la gente con
el fin de convertirlas.
En lugar de ello, tenemos que lograr que adquieran conciencia de su enfermedad,
a fin de que se vuelvan al Gran Médico.
El hijo pródigo tuvo que "volver en sí" (reconocer
su egocentrismo) antes de que pudiera "ir a su padre": Fue necesario que
pasara la humillación de la penitencia antes de que llegara el gozo de la
reconciliación. No habría habido ni anillo, ni vestido, ni beso ni fiesta si se
hubiese quedado en la provincia apartada o si hubiera vuelto sin una actitud de
arrepentimiento. Una conciencia de culpa es una gran bendición, pero solamente
si nos impulsa a volver al hogar.
No todos los sentimientos de culpa son patológicos. Por el
contrario, quienes se declaran libres de pecado y de culpa sufren de una
enfermedad mucho peor. Porque manipular, ahogar, y aun “cauterizar” (1Timoteo
4.2) la conciencia, con el propósito de evitar el dolor de sus acusaciones, nos
vuelve insensibles a la necesidad de la salvación.
“El pecado tiene que ser atacado en los tribunales privados
del corazón humano”; escribe Karl Menninger. Reconocer la responsabilidad
humana, y por lo tanto la culpa, no disminuye la dignidad de los seres humanos.
En realidad, la enaltece. Presupone que tanto los hombres como las mujeres, a
diferencia de los animales, son seres moralmente responsables, que saben lo que
son, lo que podrían ser y lo que deberían ser, y que no ofrecen excusas por su
conducta inferior.
Cuando reconocemos nuestro pecado y nuestra culpa, y
recibimos el perdón de Dios, entramos a disfrutar del gozo de su salvación, y
de este modo nos volvemos aun más completamente humanos y sanos. Lo que no es
sano es revolcarnos en una sensación de culpa que no conduce a la confesión, al
arrepentimiento, a la fe en Jesucristo y, como consecuencia, al perdón.
"La Cruz de Cristo", John Stott, Ediciones Certeza Unida.