La característica más sobresaliente de la enseñanza de Jesús
es que él hablaba frecuentemente acerca de sí mismo. Es verdad que hablaba
mucho acerca de la paternidad de Dios y el reino de Dios. Pero luego añadía que
él era el "Hijo" del Padre y que había venido a inaugurar el Reino.
Según él, la entrada en el Reino dependía de la actitud de los hombres frente a
él. Y no vaciló en referirse al Reino de Dios como "mi Reino".
Este carácter "egocéntrico" de la enseñanza de Jesús de
inmediato coloca a éste en contraste con todos los otros grandes maestros del
mundo. Estos se borraban a sí mismos. Cristo se colocaba en el centro de su
enseñanza. Ellos alejaban a los hombres de sí diciendo: "Esa es la verdad,
como yo la entiendo: síganla". Jesús decía: "Yo soy la verdad:
síganme a mí".
Ninguno de los fundadores de religiones étnicas jamás se
atrevió a decir semejante cosa. El pronombre personal se repite incesantemente
a medida que leemos sus palabras. He aquí varios ejemplos:
“Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca tendrá
hambre; y el que cree en mí, nunca tendrá sed” (Juan 6.35).
“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, tendrá la luz que
le da vida, y nunca andará en la oscuridad” (Juan 8.12).
“Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque
muera, vivirá; y todo el que todavía está vivo y cree en mí, no morirá jamás” (Juan
11.25-26).
“Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre,
sino por mí” (Juan 14.6).
“Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos
y cargas, y yo los haré descansar. Acepten el yugo que les pongo, y aprendan de
mí” (Mateo 11.28-29).
La gran pregunta hacia la cual se dirigió la primera parte
de la enseñanza de
Jesús fue: "¿Quién dicen que soy?" (Marcos 8.29). Afirmó que Abraham
se había alegrado porque vio su día (Juan 8.56), que Moisés había escrito de él
(Lucas 24.27), que las Escrituras daban testimonio de él (Juan 5.39), y que en
las tres grandes divisiones del AT (la ley, los profetas y los escritos) había
mucho acerca de él (Lucas 24.44).
Además, sus seguidores debían obedecerle y confesar su
nombre delante de los hombres. Sus discípulos llegaron a reconocer que Jesús
tenía derecho a tales pretensiones totalitarias, y en sus cartas Pablo, Pedro y
Santiago y Judas se deleitan en llamarse sus "esclavos".
Más todavía: él se ofreció a sus contemporáneos como el objeto
de la fe y del amor del ser humano. El hombre debe creer en Dios, pero Jesús
apeló a los hombres a que creyeran en él. Dijo: "La única obra que Dios
quiere es que crean en aquel que él ha enviado" (Juan 6.29). "El que
cree en el Hijo, tiene vida eterna" (Juan 3.36). Si creer en él es el
primer deber del hombre, no creer en él es su pecado principal (Juan 8.24;
16.8-9).
"Cristianismo Básico", John Stott, Ediciones Certeza.